Durante este verano, me he dado un periodo de reflexión, con el fin de observar con calma el estado de mi relación con el mindfulness. Consciente del valor de su práctica en mi vida, mi experiencia personal, sin embargo, me ha llevado a rechazar cierta fascinación con el mundo de las formas en el mindfulness, con un acento excesivo en reproducir posturas (de manos, de piernas, de espalada) como si de un gesto técnico deportivo se tratara. También he chocado, lamentablemente para mi, con aquellas concepciones que reducen el mindfulness a un conjunto de prácticas anti estrés. Fruto de estos choques, me he sentido un extraño en este mundo y me he dado un periodo de observación y distancia. Incluso pensé en dejarlo.
Este tiempo de alejamiento, entre otras cosas me ha servido para ver hasta que punto la práctica me ayuda a mejorar mi vida. Y me ha servido para reforzar mi vocación de trabajo por una humanidad más consciente e integrada en la Totalidad universal de la que forma parte. Mi trabajo pasa por compartir, como hasta ahora, lo que voy descubriendo y haciendo parte de mi.
En las rutas de montaña y naturaleza, seré el guía que comparte su fascinación por los paisajes que recorramos. Pero guía al fin, pues esta parte de mi trabajo requiere conocimiento, experiencia y toma de decisiones basadas en ese conocimiento y experiencia, por el bien de las personas que me acompañen en cada momento.
En las prácticas de mindfulness, seré uno que comparte. Ni guía, ni maestro. Lo que voy descubriendo e interiorizando se llena de sentido cuando es compartido. Pero ¿Quien soy yo para enseñar nada a nadie? Cada quien tiene que encontrar su camino hacia la plenitud. Y como no conozco técnicas (que tal vez las haya, pero por desgracia no las domino en absoluto) para salvar a nadie, lo único que puedo hacer es compartir lo que voy descubriendo.
El mindfulness, no lo olvidemos, parte de una tradición milenaria (la budista) y propone un camino que busca alcanzar el nirvana, esto es, la unificación con el Todo, la disolución del Ser.
«Hay, monjes, una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni este mundo, ni aquel mundo, ni sol ni luna. A eso, monjes, yo lo denomino ni ir ni venir, ni un levantarse ni un fenecer, ni muerte, ni nacimiento ni efecto, ni cambio, ni detenimiento: ese es el fin del sufrimiento.» (Udana, VIII, 1)
Y ese camino implica un conjunto de prácticas de conocimiento y gestión de la mente, pero también, en el mismo nivel de importancia, un camino de paz, bondad y respeto por la Vida. Lo primero sin lo segundo, ya lo practican incluso los francotiradores.
En estos tiempos de crisis que vivimos, en los que la humanidad se juega su supervivencia, el mindfulness puede ofrecernos herramientas de gestión emocional, y también una experiencia de encuentro y paz con la Vida, de reconocimiento de lo que somos: una parte maravillosa de un Todo incognoscible e inabarcable (al menos para mi).
Este tiempo de alejamiento, entre otras cosas me ha servido para ver hasta que punto la práctica me ayuda a mejorar mi vida. Y me ha servido para reforzar mi vocación de trabajo por una humanidad más consciente e integrada en la Totalidad universal de la que forma parte. Mi trabajo pasa por compartir, como hasta ahora, lo que voy descubriendo y haciendo parte de mi.
En las rutas de montaña y naturaleza, seré el guía que comparte su fascinación por los paisajes que recorramos. Pero guía al fin, pues esta parte de mi trabajo requiere conocimiento, experiencia y toma de decisiones basadas en ese conocimiento y experiencia, por el bien de las personas que me acompañen en cada momento.
En las prácticas de mindfulness, seré uno que comparte. Ni guía, ni maestro. Lo que voy descubriendo e interiorizando se llena de sentido cuando es compartido. Pero ¿Quien soy yo para enseñar nada a nadie? Cada quien tiene que encontrar su camino hacia la plenitud. Y como no conozco técnicas (que tal vez las haya, pero por desgracia no las domino en absoluto) para salvar a nadie, lo único que puedo hacer es compartir lo que voy descubriendo.
El mindfulness, no lo olvidemos, parte de una tradición milenaria (la budista) y propone un camino que busca alcanzar el nirvana, esto es, la unificación con el Todo, la disolución del Ser.
«Hay, monjes, una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni este mundo, ni aquel mundo, ni sol ni luna. A eso, monjes, yo lo denomino ni ir ni venir, ni un levantarse ni un fenecer, ni muerte, ni nacimiento ni efecto, ni cambio, ni detenimiento: ese es el fin del sufrimiento.» (Udana, VIII, 1)
Y ese camino implica un conjunto de prácticas de conocimiento y gestión de la mente, pero también, en el mismo nivel de importancia, un camino de paz, bondad y respeto por la Vida. Lo primero sin lo segundo, ya lo practican incluso los francotiradores.
En estos tiempos de crisis que vivimos, en los que la humanidad se juega su supervivencia, el mindfulness puede ofrecernos herramientas de gestión emocional, y también una experiencia de encuentro y paz con la Vida, de reconocimiento de lo que somos: una parte maravillosa de un Todo incognoscible e inabarcable (al menos para mi).