Toda exploración del mundo conlleva una exploración de nuestra entraña, al igual que toda profundización en nuestras entrañas, implica una profundización en el mundo que habitamos. Viaje interior y exterior, cuando son auténticos, están muy ligados.
Si la exploración del mundo externo es radical, como lo es por ejemplo en una travesía de montaña de tres días, con dos noches durmiendo al raso (vivac, para la gente de la montaña), cargando con todo lo necesario, buscando el camino donde solo quedan los recuerdos de antiguos senderos. Avanzando a duras penas entre la vegetación, alucinado con la soledad de una de las zonas más salvajes de la península, descuidada por montañeros y demasiado radical y exigente para senderistas clásicos. Con calor, mucho calor, en las horas centrales del día, y por las noches, frío.
Un viaje así nos obliga a un viaje interior hacia nuestro límites, a la sensación de no puedo más, me cabreo, protesto, me rindo. Y también a la búsqueda interior de los recursos necesarios para seguir, pues cuando nos hemos internado en el corazón más salvaje de la montaña, ya no hay vuelta atrás. Y para seguir, tienes que enfrentarte a tus límites y superarlos.
Entonces te conoces más y mejor. Pierdes el miedo a esos límites que no son tales y surge de cada quien una fuerza desconocida, inesperada, que te lleva a recorrer el camino y a crecer como persona.
Todo camino tiene sus dificultades, pero también sus regalos: hermosos paisajes, lagunas que acogen baños refrescantes y placenteros. Arroyos y ríos de aguas maravillosas que colman nuestra sed. El placer de contemplar el anochecer y el amanecer desde la cumbre de una montaña (nuestro primer vivac fue en la cumbre de Peña Trevinca, a 2.124 msnm)
Comentarios