INTRODUCCIÓN.
En la ruta del pasado 30 de abril al Monte Pindo sufrí un accidente moderadamente grave. Una caída por resbalón hasta el río, desde una altura de 1,7 metros y de espaldas. Un accidente absolutamente desligado de la imprudencia de asumir más riesgos de los debidos. Simplemente mala suerte. La lección más importante al respecto, es la de que en los momentos de relajación (me caí donde paramos a comer), cuando el peligro es mucho menor y bajamos el nivel de concentración, es ahí donde con más facilidad se producen los accidentes. La segunda lección es que hay sitios, como por ejemplo en Pindo, pero también zonas de las Fragas do Eume, o el río Cambás, donde podemos minimizar los riesgos, pero si pasa algo, si al final hay un accidente, mejor que el grupo sea lo más autosuficiente posible, pues no es tan fácil recibir ayuda eficaz del exterior. Esto es algo que sobre lo que tendré que reflexionar a fondo a la hora de seguir o no proponiendo actividades de naturaleza. En mi caso, con un neumotorax que me tuvo una hora luchando por recuperar algo más que el mínimo vital de oxígeno, tuve que salir por mi propio pié hasta la ambulancia. Tres kilómetros caminando por la montaña es esas condiciones. Cierto que me crucé con los dos bomberos que envió el 112 y que me acompañaron en lo que quedaba de marcha, pero ¿Qué hubieran podido hacer por mi? Ellos lo dijeron: pedir un helicóptero que, de primeras no fue considerado necesario, a pesar de los datos preocupantes que transmitían mis compañeras de ruta.
Todo salió bien. Tres días de hospitalización en Cee (trato exquisito) y un periodo de recuperación que avanza muy rápido. No hay queja. Pero aunque describir el contexto del accidente sea necesario, no es ni mucho menos el tema de ésta entrada.
ARTÍCULO.
Cuando caí de inmediato sentí que me ahogaba. También el agua del río mojándome entero. Dicen que di un grito que metía miedo, tal vez una manera inconsciente de dar salida a la honda expansiva que acababa de romper un trozo de mi pulmón derecho. Sea como fuere, salí del río y comenzaron dos procesos vitales al mismo tiempo: el de autoreconocimiento de los daños sufridos y búsqueda de aire, por mi parte, y el de la solidaridad y el amor por parte del grupo con el que estaba. Si no se hubieran sumado los dos procesos, tal vez aún estaría en el hospital o en algún sitio peor.
Hoy sobre todo quiero reconocer el gran valor del amor y la compasión en mi proceso de recuperación. Tras la caída, la gente del grupo se apañó de diferentes maneras para ayudarme. Personas que llamaron al 112, que pelearon para que se enteraran de dónde estábamos y cuál era la situación. Que se esforzaron por crear un entorno lo menos hostil posible para mi cuerpo: retirada de ropa mojada, darme sombra y toda la protección posible. Y una cosa más que nunca agradeceré lo suficiente y que no sé si todo el mundo valora en lo que de verdad vale: acoger y compartir el dolor ajeno, dar amor. Compartir la pasión, que es el significado profundo de la palabra compasión. Tuve la suerte de recibir ese regalo. De ser cuidado, pero a la vez acariciado con dulzura y afecto. Esos ingredientes, estoy seguro, fueron decisivos para que me pudiera poner en pié y salir andando de la montaña. Ese sentimiento amoroso siguió durante el traslado al hospital y el ingreso, procesos en los que siempre estuve acompañado, y continuó por parte de mi mujer durante mi hospitalización, que fue más dura de lo que ahora mismo me parece. Y se manifestó también en la gestión de los coches y en los mensajes de ánimo de quienes compartieron conmigo la experiencia. Por todo el amor recibido, por el descubrimiento del poder terapéutico de ese amor, simplemente tengo que dar las gracias: al grupo con el que andaba, a quienes estuvieron a ras de suelo compartiendo conmigo la lucha por respirar, a quien me acompañó al hospital y estuvo conmigo hasta que llegó mi familia y a mi familia, que tomó el relevo en el mantenimiento de los cuidados amorosos. Gracias.
La otra parte es más fácil de entender. Caes y se producen unos daños, cierto. Pero hay la posibilidad de agravar y mucho la situación: entrar en pánico, paralizarse, no acepta la situación y en consecuencia, no hacer nada para mejorar. Nada de eso me sucedió. Dada la magnitud del golpe y las dificultades para respirar, lo primero que hice fue explorar mi cuerpo en busca de dolores que indicaran roturas, sobre todo de costillas (la columna ya era consciente de que no había recibido daño alguno), que hubieran complicado mucho la situación. No detecté dolores más allá del golpe. Y luego viene la búsqueda de aire, cuál es la mejor postura, qué actitud que podía favorecer la recuperación. Me pude boca abajo a cuatro patas, para que la gravedad ampliara poco a poco el pulmón. Ensayé posturas hasta dar con las más eficientes. Y me propuse a mÍ mismo calma, aprovechar el aire que todavía entraba y esperar que pudiera entrar más. Los cuidados y el amor del exterior y la calma y la gestión del sufrimiento, hicieron que al cabo de una hora pudiera salir por mí mismo. La buena forma física de partida, sin duda también ayudó. Soy consciente de lo que ma aportó en esos momentos el entrenamiento mindfulness.
A pesar de todo, quisiera que el tema central de esta artículo fuera la fuerza del amor y su valor curativo. Y el agradecimiento a TODAS las personas que cuidaron (y aún lo siguen haciendo) de mí con su ayuda y sus afectos. GRACIAS.
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